jueves, 1 de septiembre de 2011

El secreto (II)

Doña Eulalia llegó a su casa medio sofocada; con mano temblorosa se sirvió un vaso de agua fresca que bebió a sorbitos y se sentó junto a la ventana para asegurarse de que nadie la había visto. Una vez tranquilizada, acudió a su dormitorio donde desde lo alto de la cómoda la vigila su marido Marcial.

—¡Ay, Marcial, no sabes lo que ha ocurrido! ¡Ay, qué vergüenza he pasado! Bueno, te lo cuento a ti porque a alguien se lo tengo que contar, pero que no salga de estas paredes…

Doña Eulalia se "confesó" con la foto de su difunto marido y acto seguido se refrescó el rostro en el cuarto de baño, se recompuso el peinado y volvió a ser la de siempre. Se sentó nuevamente junto a la ventana, acercó su cesto de ganchillo y retomó los patucos que estaba haciendo para la nieta de su amiga Mariana.

Caía la tarde, el sol ya no apretaba tanto y doña Eulalia salió, como cada tarde, a la puerta a ver pasear a la gente. Pero notaba algo raro. Los paseantes la miraban con más detenimiento de lo habitual. Con su normal discreción se miró la ropa, se tentó el peinado… No lo entendía, ella estaba como siempre. Pero no. Sentía el cuchichear de la gente cuando pasaba cerca de ella. Ni remotamente era capaz de imaginar qué ocurría. Finalmente, la curiosidad le pudo, cogió las llaves y el bolso y acudió a casa de Mariana.

—Mariana, ¿tú me puedes decir si pasa algo? Es que me da la impresión de que todos me miran raro…
—¡Ay, hija! ¿Toda la vida viviendo aquí y no sabes que en los pueblos todo se sabe?
—¿Pero qué se va a saber? ¿Qué ocurre? ¡Me tienes sobre ascuas!
—Pues tu visita a escondidas a don Julián, que está disparando la imaginación de las alcahuetas y el chismorreo.
—Ay, por Dios, por Dios. ¿Y qué cuentan?
—Pues hija, maldades, sólo maldades… ¿qué te puedo decir yo? Ya las conoces.
—Pero si yo…— balbució la pobre señora.
—Ya, Lali— Mariana era la única que la llamaba así, además de su difunto marido).—Si ya lo sé. ¿Qué te crees? He tratado de quitarles esas ideas sucias y absurdas de la cabeza pero les puede la envidia y el mal pensar. No te apenes, que no merece la pena. ¿Nos tomamos una limonada en el patio y charlamos de otras cosas para que se te olvide?
—Sí, sí… Ay, qué disgusto llevo. Muchas gracias, nena.

Era bien anochecido cuando doña Eulalia regresó al silencio de su casa. El rato pasado con Mariana le había venido bien. Ambas eran amigas desde la infancia y el mejor consuelo cuando venían momentos difíciles. Se dirigió al dormitorio, se desvistió delante del espejo y ante la atenta mirada de Marcial se puso el camisón. Por un momento se sintió avergonzada, como si hubiese faltado a la memoria de su marido. Se sentó al borde de la cama con la cabeza gacha, como arrepentida de un pecado que no había cometido pero que le hacía sentir igualmente culpable.

Rememoró todo lo sucedido desde que don Julián la llamara por la mañana en la iglesia tratando de comprender. Miró nuevamente a Marcial y le pareció que éste le sonreía ¡y hasta que le guiñaba un ojo!

Sí, doña Eulalia finalmente comprendió. Y comenzó a reír sin poder parar. Y abrió todas las ventanas de la casa, y las puertas del patio y de la calle y, para desdicha de sus convecinos, doña Eulalia siguió riendo a carcajada limpia hasta el amanecer.