Hay gente que cree que puede ir preguntando cosas personales
como si tal cosa, como si te estuviera preguntando qué tiempo daban para mañana
en el telediario. Ejemplo: eres una mujer con una vida aparentemente estable y
tienes una niña de tres años y la pregunta es: ¿bueno, y para cuándo un
hermanito? (en sus innumerables versiones). Es curioso porque la única persona
en el mundo a la que yo le he hecho esta pregunta es mi hermana, con quien
considero que tengo un vínculo afectivo y de confianza lo suficientemente estrecho. Y es
también curioso porque ni en mi familia ni en la de mi pareja me han hecho esa
u otra pregunta similar, ni siquiera cuando nuestra hija de tres años no estaba
aún en proyecto. Y es que esta pregunta, que a la mayoría de las mortales
(porque suelen ser mujeres quienes la formulan) parece resultarles tan normal,
a mí me parece sumamente personal. El motivo por el que una mujer,
independientemente de su situación económica, de su situación de pareja, de su
orientación sexual, etc. no tenga hijos en absoluto o no tenga más de los que
ya tiene es doble: o no quiere o no puede. Y no sé yo por qué realidades tan íntimas
y personales como estas, y a menudo muy dolorosas, deben de ser a los ojos de
muchas personas como un tema público y que no permite evasivas.
Ayer nuevamente dos personas me hicieron esta pregunta. Una de ellas, una mera conocida de las tardes de parque, alguien
con quien he intercambiado poco más que un hola, qué tal, qué grande está ya tu
niña. Afortunadamente esta chica supo interpretar a la primera mi gesto
incómodo y no insistió. Metió un poco la pata pero al menos entendió enseguida que
era algo de lo que yo no quería hablar. Pero —oh, sorpresa— esa misma tarde, mi
vecina, en presencia de su marido, su hijo mayor y la ¿nuera? no tuvo mejor
ocurrencia que preguntarme lo mismo. La diferencia estaba en que no quiso
entender que yo me sentía mal ante la pregunta y que no deseaba responderla. Su
“nuera” lo entendió de inmediato y quiso salir en mi auxilio diciendo que le
parecía que era un tema del que no me apetecía hablar. Pero mi vecina, con la
que nunca había tenido un contratiempo, y a quien le tengo cierto aprecio,
prefirió insistir y se encontró con una loba herida. Mi respuesta fue la
siguiente: «Si
la gente supiera el dolor que causa y cómo mete la pata con algunas preguntas,
no las haría.» Es exactamente la misma respuesta que le di a otra persona pocos
días atrás que tampoco quiso entender mi silencio.
Cierto es que la respuesta es brusca, pero es que estoy hasta las
narices de que la gente me haga preguntas que no son de su incumbencia.
Preguntas que la tradicional sociedad española con su ferviente machismo y su
nociva defensa del papel familiar de la mujer han hecho que parezcan normales
los asuntos íntimos y personales. Porque resulta que mi querida vecina, tan
defensora de la familia tradicional, estaba ayer tarde acompañada de su hijo el
mayor, su hijo que es un hombre encantador y cultísimo, pero que casualmente es
homosexual y por algún motivo a sus cuarenta y pocos años aún no ha salido del
armario y se ha buscado una “novia” para guardar las apariencias. A lo mejor,
si esta madre no se dedicara a hacer preguntas indiscretas, su hijo se sentiría
libre para expresar y compartir su verdadero sentir ante quienes probablemente
sean sus personas más queridas, su familia.
Y así nos va. Como hay gente que cree que lo normal es no entender
que en la vida hay tantas opciones como personas, la sociedad no avanza. Eso sí: todos con móvil ¡y de última generación!