martes, 30 de agosto de 2011

El secreto (I)

—Podéis ir en paz.
—Demos gracias al Señor.

Finalizada la misa de doce, don Julián llamó aparte a doña Eulalia, su más fiel feligresa, para pedirle que acudiera esa misma tarde “muy discretamente” a la sacristía, pues debía comunicarle algo “de suma importancia”. Doña Eulalia, discreta por naturaleza, salió a la hora de la siesta, con la idea de que a esas horas la mayoría de las alcahuetas estaría durmiendo o viendo la novela. No sospechaba que la tía Chinchona la había visto salir de su casa por duplicado (una de las virtudes del licor que corre por sus venas).
Doña Eulalia entra por la puertecilla lateral y se adentra hasta la sacristía donde don Julián le espera.
—Doña Eulalia, gracias por venir.
—Dígame, estoy preocupada.
—Oh, no hay motivo para preocuparse. Usted sabe, hermana, que nuestro hermano Blas, el sepulturero, ha fallecido recientemente.
—Sí, lo sé. Dios lo tenga en su seno.
—Bien, pues en su lecho de muerte me pidió un favor. Me pidió que le diese un mensaje de su parte.
—¿Cómo? ¿Un mensaje para mí? No puede ser.
—Entiendo que le sorprenda, Eulalia, ya sabemos que era un hombre muy callado y solitario.

Doña Eulalia asintió, y don Julián prosiguió:

—Si le parece, voy a ir al directo al asunto.
—Sí, claro, don Julián.
—El hermano Blas me pidió en su lecho de muerte que le transmitiese todo su afecto a usted, doña Eulalia, por quien siempre ha sentido un cariño muy especial, y una humilde  admiración. Sus palabras fueron: “para que me entienda usté, señor Julián, yo he pensado en ella cada día y cada noche de mi triste vida”.

Doña Eulalia se quedó boquiabierta. De todas las cosas que le habían ocurrido en la vida esta era claramente la más sorprendente. ¿El señor Blas, el sepulturero solitario, la amaba en secreto? ¡No, no! Tenía que ser un error. Miró al cura, como esperando que este le confirmase el error, pero no. Don Julián guardaba silencio y la observaba. Tras un breve lapso, y al verla tan confusa, le preguntó:

—¿Quiere decirme algo, hermana?
—No, don Julián. Yo, yo…

Ruborizada y aturdida, salió apresuradamente de la sacristía, sin percatarse de que Paquín, el sacristán, los miraba desde el coro.

[Continuará]

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