viernes, 15 de julio de 2011

El ataque de las hormonas

No sé si a ti te pasa; a mí últimamente, sí. Un día, de buenas a primeras, todo te sienta mal. Sientes que si pudieras (y si no estuviera penado por la ley) cogerías una espada gigantesca y te liarías a espadazos con todo bicho humano que se cruzara contigo. ¡¡¡Aaaaaarrrrrrrgggggggg!!!

El día te va dando pistas que sueles ignorar, como por ejemplo: te levantas de la cama y no encuentras  las zapatillas; vas a desayunar y derramas el café o la leche (o ambas cosas); luego te vistes y justo cuando sales por la puerta, con la luz del día, ves una mancha lo suficientemente pequeña como para haberte  podido engañar cuando guardaste la prenda, pero lo suficientemente grande como para que tengas que volver atrás y cambiarte de ropa. Bueno, llegada a este punto ya empiezas a ponerte un poquitín nerviosa y posiblemente sueltes el primer “¡mecagoen…!” del día.  

Te metes en el coche y no arranca. Vuelves a intentarlo. Nada. Y así varias veces. Ya te conoces el truco y esperas a que el dichoso trasto tenga ganas de funcionar. Por fin sales y, como vas tarde, te metes por la autopista de pago para, cuando te toca salir a la M50, encontrarte que está colapsada. ¡Bien! Llamas al trabajo: «llegaré tarde, estoy en un atasco». Pones la radio y la M50 no existe en los partes de la DGT, por lo que no te puedes informar de lo que ocurre (aunque, dada la magnitud del atasco, imaginas una colisión múltiple). Poco a poco vas avanzando. En primera, por supuesto. A medida que te acercas al lugar que ocasionó el bloqueo, resulta que es un coche parado y un señor con un chaleco amarillo tratando de cambiarle una rueda. ¡Y para eso llevas más de media hora de retraso! Porque ese era el atasco sorpresa, todavía queda el de rigor: desde la incorporación a la A1 hasta la salida hacia La Moraleja, pasando por San Sebastián de los Reyes.

Bueno, por fin llegas al trabajo, con unas ganas desesperadas de ir a baño y de tomarte un café. Los aseos, ocupados. La máquina de café, fuera de servicio… ¡Naturalmente! En un acto de desdoblamiento de la personalidad le pegas una patada mental a la puerta del baño y otra a la máquina mientras exhalas un suspiro de resignación.

Porque, realmente, ¿qué otra cosa puedes hacer? ¿Puedes evitar alguna de estas cosas? No. Pero ya te has encontrado varios contratiempos seguidos y la paciencia que necesitabas para todo el día ya la tienes agotada a las nueve de la mañana. Y la fiesta no ha hecho más que empezar. ¡Yuju!

Hay días en que logro que estas cosas no puedan conmigo, y me siento muy orgullosa de mí misma. Pero otros me ponen en un estado de nervios que roza la histeria, esta histeria mía particular de pegarle patadas mentales a las cosas mientras miro a la realidad con cara de besugo mudo.

Pues al hilo de todo esto, resulta que llevo dos días que no soy buena compañía para nadie y tampoco para mí misma. No me soporto, y no soporto ninguna tontería de nadie. Estoy con una mezcla explosiva de sensibilidad, suspicacia, desconfianza, ira, tristeza e irritabilidad que... ¡ojo!
Esta vez creo que mi histeria va a salir a la superficie disparada; vamos, que  va a explotar, porque ayer ya me sorprendí a mí misma poniéndole cara de “¡menuda gilipollez me estás soltando, hija!” a una compañera, que insistía en explicarme lo importante que es cumplir las reglas. ¡Ay, Dios, qué sopor! ¿Pero tú te estás oyendo?

En fin, lo más curiso de todo es que no ha habido atascos sorpresa, no he derramado ningún café, no he tenido que volver atrás para cambiarme de ropa… Pero cualquier detallito negativo que en otras circunstancias podría simplemente molestarme un poco, lo siento como una gran decepción, como un comentario muy borde, como si todos alrededor fueran imbéciles (casi sin excepción),  como una señal de que no soy importante para mis personas queridas… Vamos, un drama.

 De repente, en la trastienda interna, una voz me susurra: «Chocolate… chocolate…» y empiezo a sospechar que mis hormonas me la están jugando otra vez.



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